Los Mil y once días

Yerard Jiménez Marte
4 min readNov 11, 2014

Toda historia debe ser contada, debe ganarse la oportunidad de ser plasmada en un soporte, porque ningún escrito se pierde entre lineas. Tengo la teoría de que en algún momento alguien lee esas palabras y se anima también a contar su historia, se inspira. Cuando un relato es leído por otras personas, esa historia vuelve a nacer. Es un ciclo inevitable pero encantador, es un deseo ostentoso, pero real.

A esa teoría le llamo el “ciclo del relato”.

Cierto día y no sé precisamente cuando, aquel joven se hizo rodear de un mundo alucinador, crítico, diferente. Veía tanta gente a su alrededor, tantas historias andantes, tantos gritos desesperados tomando el autobús de las 7:00 antes meridiano, tantos años de soledad sentarse frente a un ordenador, tantos caballeros de armaduras oxidadas rendirse ante los obstáculos de la vida, tantas prostitutas sin que les llegaran sus once minutos, tantos lazarillos pasando de amo en amo y relatando las miserias de su vida… ese inmenso mundo se convertía lentamente en su “aldea”.

Entre tanta gente, entre tantas historias, entre tantos lugares, fue aquello, en aquel lugar, con aquella historia, lo que le haría entender las cosas como deseaba entenderlas; se dio cuenta de que el ser humano necesitaba de un combustible inspirador que le ayude a vivir gentilmente la vida. Todo lo que hacemos necesita del deseo de “querer hacerlo”.

Cada mitad de año era un momento perfecto para celebrar, sin ningún motivo aparente. En el alba de sus días se levantaba inspirado, enamorado, respiraba despacio para degustar el olor de las mañanas. Sus tardes, sus noches, cada momento, cada cosa en cada segundo le transportaba al lugar que deseaba. Veía en cada acción humana un acto de nobleza, de pureza.

La inspiración llamó a su puerta debajo de la lluvia, en una acción nada romántica, en un ambiente nocturno y citadino. Siempre amó la lluvia, pero en ese instante comprendió porqué alucinaba tanto con las gotas que recorrían salvajemente el cristal.

Esa historia le susurró al oído, para advertirle:

-He llegado para quedarme.- Inexplicablemente, esa noche marcó el inicio de la cuenta regresiva.

Fueron momentos insaciables, agotables en el tiempo, indelebles para la memoria. Sus manos recreaban la pasión de cada momento vivido. Aprendió muchas veces todo lo que ya conocía, e hizo de su memoria un almacén de recuerdos.

Acumulaba en cada espacio todo lo recordable, cada esquina era un lugar ideal para colocar un cajón con todo lo que vivía. Las angustias, los sueños y pesadillas, los festejos, las sonrisas, todo tenía espacio en un lugar inagotable, infinito pero que irónicamente siempre lucía abarrotado.

Quedó a expensas del tiempo, el mismo que dio inicio a todo.

Día tras día, sello tras sello, se invadían mutuamente. Violaban sus espacios sin mezquindad, pero con decoro. Con impaciencia pero con delicadeza, con ternura y sin destreza. eran dos almas implacables, no hubo espacio para la duda. Llovía granizos de colores sobre cada acuarela. El pincel dibujó la historia y se secó la humedad del trazo que se deslizó sobre el soporte.

A las 9:11 se cerró la amalgama de caricias y mil once (1,011) días después el almacén dejó de recibir las mercancías que alimentarían a la memoria, la cuenta regresiva había llegado a su fin. Dijo adiós en un parpadeo. La inspiración siguió su curso pero nunca le abandonó.

Todavía, hoy en día, algunos se atreven a murmurar que era un fantasma y que aquella historia fue una experiencia divina que se repite cada vez que alguien la lee, que está escrita en un libro en el almacén del recuerdo que aún sigue abierto, esperando a que vuelvan las caricias, en alguna noche lluviosa. El deseo se hizo eterno.

De vez en cuando al él se le ve en la ciudad, de vez en cuando a ella también. En este mundo llamado “aldea”, se espera que en algún momento, y no por casualidad, en algún café olvidado ellos se vuelvan a encontrar. Muchas veces lo intentaron, pero nunca se llegaron a escuchar.

Del almacén ha quedado todo. Sus pasillos aun huelen a caricias, a ternura derramada. En un silencio halagador se escucha el tictac del reloj, ansioso por iniciar otra cuenta regresiva. Sin nadie saberlo, con el tiempo, aquel almacén de recuerdos se convirtió en un templo, en la inspiración de toda aquella persona que lo penetraba.

A esa historia de mitad de año, de las 9:11 horas, de los 1,011 días, se le conoce como “Musa”. Todos los artistas hablan de ella, todos los artistas la sienten, pero ningún artista la conserva.

Ahora, todo aquello que me inspira viene con un sello de manofactura donde se puede leer la inscripción: “Hecho por tu musa, te dije que vine para quedarme”. -Y a pesar de que la extraño, nunca me ha dejado solo.

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Yerard Jiménez Marte
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Written by Yerard Jiménez Marte

Publicista que escribe e ilustra. Maestría en Comunicacion Digital. Diseñador UX. Seudónimo artístico: YerArt

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